Alexis de Tocqueville | Josep Baqués
septiembre 20, 2018

Alexis de Tocqueville (1805-1859) es uno de los intelectuales que más ha marcado la teoría política contemporánea. Ubicado en el gran tronco liberal, su obra ha sido objeto de diversas interpretaciones, que en ocasiones la han sesgado hacia postulados conservadores, mientras que otras veces su legado ha sido reclamado por quienes gustan definirse como progresistas. Probablemente, los primeros acumulen más razones que los segundos, aunque, a la postre, Tocqueville respondería diciendo que en su obra se condensan esas dos sensibilidades. En estas páginas comprobaremos de qué modo.

La biografía política de Tocqueville lo sitúa, siendo muy joven, en la Francia de la Restauración, en el seno de una familia noble, castigada por la época del Terror jacobino. De hecho, no faltan autores que confirman su cercanía ideológica a los ambientes contrarrevolucionarios de la época, al menos en sus años de juventud. En su madurez, una vez confirmada su transición hacia posturas más liberales, llegó a ser diputado en la Asamblea Nacional. Más allá de ello, Tocqueville vivió y murió como católico practicante, algo que no le supuso mayor obstáculo para terminar afianzándose como uno de los padres del liberalismo de nuestros días.

Probablemente recibió una fuerte influencia de su estancia en los EEUU (1831-1833), gracias a la cual pudo conocer y comprender de primera mano las características de esa sociedad, así como re-pensar las circunstancias de la francesa. De hecho, su obra más conocida y, sin duda, más leída, es la reproducción e interpretación de la esas características, incluyendo el análisis de la mentalidad, de las instituciones o de la cultura, de los EEUU. Se trata de La democracia en América, cuyos dos volúmenes datan de 1835 y 1840. Prueba de su éxito es que, todavía hoy, es el libro de cabecera para muchos ciudadanos norteamericanos, sea cual sea su ideología. Algo así como un espejo al que acudir cuando desean comprender mejor su propia idiosincrasia.

Sin embargo, la obra de Tocqueville es más dilatada. Frente al planteamiento de corte sociológico del texto indicado, nos encontramos con una obra de madurez, más histórica, pero también más filosófica: el Antiguo Régimen y la Revolución (1856). Asimismo, algunos textos cortos son especialmente incisivos. Es el caso de la Memoria de la pobreza (1835). Como anécdota puede añadirse que este texto es fruto de unos viajes menos conocidos que los que le hicieron cruzar el atlántico. Son los que lo llevaron a Gran Bretaña, entre 1833 y 1835. De modo que la mejor manera de comentar el núcleo principal de la tesis de Tocqueville sea a través de la combinación de esos tres pilares bibliográficos.

Aunque Tocqueville incide de un modo directo sobre debates tan relevantes como los que se plantean alrededor de la igualdad, de la libertad, de la justicia social y de la democracia, lo más importante de su obra está en el modo en que concibe estos derechos, que no es nada abstracto ni puramente teórico. Más bien, los analiza como despliegue (concreto, perceptible) de la Providencia a lo largo de la historia. De ahí que sea conveniente comenzar entendiendo este marco general o, si se prefiere, este escenario, en el que luego se insertan los debates sobre la relación de los individuos entre sí y con el poder.

La idea subyacente al resto de su obra es, por una parte, que la humanidad tiende naturalmente a una creciente igualdad. E incluso a consolidar pautas cada vez más democráticas. Si esto es así, hay que asumir que la Providencia lo impulsa o, al menos, lo acepta como bueno. Por otra parte, no es menos cierto que somos sujetos dotados de libertad. De una libertad apegada a nuestra misma dignidad como seres humanos. De nuevo, esto es congruente con el plan divino: el libre albedrío es la condición de posibilidad de nuestra moralidad. De esta manera, la historia es el camino en el cual esa igualdad y esa libertad se refuerzan mutuamente. Mientras que la democracia es el mecanismo que permite la mejor realización de ese proyecto a largo plazo. Esa podría ser una buena exposición de las tesis de Tocqueville, pero aún es demasiado abstracta. Así que es conveniente desarrollarla en todos sus extremos. Veámoslo.

La aproximación de Tocqueville al fenómeno de las revoluciones puede ser una buena ayuda para mejor comprender el alcance de sus reflexiones. La suya es una aproximación original, a fuer de ser intencionadamente polemológica. Mientras que, debido a ambas cosas, es muy fecunda. Su argumento es la irrelevancia de las revoluciones e incluso, a fortiori, la negación de que haya habido auténticas revoluciones. Esto lo defiende en el caso de la Revolución americana que, en 1787, certificó la independencia de las 13 colonias, con formato republicano y por contraposición a la monarquía del Reino Unido. Como también lo defiende en el caso de la Revolución francesa que, a partir de 1789, provocó un cataclismo en Francia y en parte (aunque con diversos plazos y niveles de intensidad) en el resto de Europa. Pero, ¿cómo puede Tocqueville negar la (aparente) evidencia?

Tocqueville dice, literalmente, que cuando las 13 colonias acceden a su nuevo estatus, nacen con… 18 siglos de historia a sus espaldas, con lo que ello conlleva. Dicho con otras palabras, aunque se produzca una independencia jurídica (eso es innegable) no se da la intensidad de la ruptura necesaria para poder hablar de cambio revolucionario alguno. Todavía más: los ciudadanos de los recién creados EEUU son, en lo fundamental, británicos. Lo son por sus prejuicios (palabra que en Tocqueville asume su connotación técnica, que admite o hasta estimula una lectura positiva), por su lengua, por su imaginario, por su carácter, por sus vicios y virtudes. Y nada de eso cambia por el hecho de que lo haga el estatuto jurídico del nuevo Estado.

En el caso francés, Tocqueville se ampara en el hecho que la Revolución, si la entendemos a partir de lo acontecido en su fase más álgida (más democrática, en el sentido rousseauniano del término) fue un completo fracaso. Pero, más allá de ello, su argumento pone el acento en que los grandes cambios que jalonan la historia (esa que rige la Providencia) se habían dado antes y siguen dándose (lógicamente reforzados) después de la misma. Pensemos en las instituciones democráticas medievales o en las posibilidades de representación visibles en el Antiguo Régimen, comenzando por los Estados Generales, que fueron convocados por Luis XVI. O pensemos en las leyes de pobres, que datan de principios del siglo XVII, es decir, que son casi dos siglos anteriores al evento revolucionario. Por ello, Tocqueville llega a la conclusión de que el progreso avanza bien sin necesidad de revoluciones e incluso a la conclusión de que las revoluciones constituyen un problema para la buena marcha de ese progreso. No es raro, pues, que Hirschman situara a Tocqueville como uno de los más prominentes defensores de la teoría de la futilidad de las revoluciones.

Por lo tanto, la historia ya avanza hacia una igualdad, una libertad y una democracia cada vez mayores. Ahora bien, se trata de conceptos que deben ser adjetivados, puesto que cada uno de ellos puede tener significados muy diferentes y hasta contradictorios. Lo que Tocqueville entiende como igualdad es la igualdad de condiciones. Concepto no fácilmente conmensurable con los que suelen ser utilizados en el ámbito de la teoría política. Porque, por un lado, esa igualdad no se remite simplemente a la igualdad ante la ley, siempre revestida de tonos formales. Pero en su propuesta analítica tampoco aparece elogio alguno, sino en todo caso alguna crítica contundente, de la igualdad de resultados artificialmente perseguida por el Estado.

Por igualdad de condiciones Tocqueville entiende la progresiva equiparación de costumbres, de estilos de vida, e incluso -finalmente- de rentas. Llega a insinuar la desaparición de las clases sociales. Pero, como hemos visto, sin necesidad de revoluciones. La tesis de Tocqueville se puede explicar con imágenes de nuestros días. Los pobres de hoy tutean a los ricos, comparten hábitos e incluso bienes de consumo. Reciben una educación cada vez mejor y ello les permite acaparar oportunidades para seguir mejorando en el futuro. Y quizá para conseguir que sus hijos superen en renta y estatus a los hijos de los ricos. De hecho, los ricos de antaño no gozaban de muchos de los útiles, tejidos o dieta que hoy está al alcance de muy amplias capas de la población. Otra forma de verlo es que Tocqueville, más que anunciar la desaparición de las clases, anticipa el crecimiento y ascenso de las clases medias, aunque ese no sea, ciertamente, su lenguaje.

Por el contrario, Tocqueville advierte del peligro de forzar los ritmos e intensidades de esa búsqueda de igualdad. En parte, porque ello sólo puede lograrse deteriorando (e incluso anulando) la libertad individual, que es el otro elemento a defender. Pero, en parte también, por el peligro inherente a la lógica igualitarista: las sociedades que son invadidas por ella desarrollan una sensibilidad exagerada hacia cualquier desigualdad, por pequeña que sea. Con ello, a la postre, desincentivan el liderazgo de los más hábiles, los más inteligentes, o los más trabajadores. Tocqueville lo traslada al terreno psicológico. Las sociedades igualitaristas son, en el fondo, aristofóbicas. La meritocracia es penalizada, cuando no extirpada, hasta el punto de que esa es la receta perfecta para el estancamiento económico a largo plazo. Lo cual sólo nos dejaría la opción de igualar… en la miseria.

En Memoria de la pobreza, Tocqueville analiza el impacto de las leyes de pobres al otro lado del Canal. Se puede apreciar que cita casos reales de gente que reivindica ayudas del Estado para subsistir. En todo momento se muestra crítico con quienes recurren a ese expediente estando en condiciones de edad y salud adecuadas para buscarse el sustento por su cuenta y riesgo. Sobrevuelan el texto apreciaciones de parasitismo social. De modo que, en esta cuestión, sigue la estela de Hume o de Burke. Como ellos, anticipa lo que hoy en día conocemos como teoría de la dependencia, es decir, pone de relieve que un exceso de apoyo público contribuye a debilitar el músculo individual y, por extensión, el social. Ahora bien, Tocqueville defiende con la misma convicción que el Estado ayude económicamente a los necesitados que no pueden valerse por sí mismos: sobre todo, huérfanos, ancianos y enfermos. Asimismo, defiende la instrucción pública de los niños cuyos padres no disponen de rentas para acometer el gasto de una educación privada.

En cuanto a la libertad, puede afirmarse que Tocqueville defiende las dos nociones de Berlin, esto es, la libertad negativa y la positiva. Su reto, una vez más, consiste en hacerlas compatibles. Para ello, el Estado debe limitar sus ansias de intervención. Tocqueville no aprecia contradicción, en la medida en que una ciudadanía instruida, a través de su voto, difícilmente avalará gobiernos que cercenen sus derechos fundamentales. Pero es consciente de que esa es sólo la teoría. Él mismo ha advertido de lo que es capaz una mayoría imbuida del celo igualitarista. Por lo tanto, su objetivo, como el de otros tantos liberales, es combatir la bien conocida tiranía de la mayoría. Locke, Adam Smith y Constant (por citar un liberal de cada siglo) allanaron el terreno. Antaño el déspota podía ser investido por derecho hereditario y en la época en la que Tocqueville escribe, podía serlo por las urnas. Pero, a ojos de un buen liberal, el origen de las decisiones no convalida cualquier contenido. La libertad de los individuos no puede ser rehén de ningún poder establecido. Pero Tocqueville, da un paso más y denuncia, siguiendo la estela de Stuart Mill, algo más sutil: la tiranía de la opinión pública. A su entender, ésta es la más insidiosa, además de ser la cuna del resto de tiranías.

Estas son, en definitiva, las condiciones de posibilidad de la democracia. Así como su razón de ser. La democracia defendida por Tocqueville es representativa, aunque puede ser presidencialista. Sin embargo, lo que le parece perfecto para los EEUU, se le antoja impertinente para Francia (al menos por el momento), lo que sugiere flexibilidad y capacidad para adaptarse al contexto en sus propias tesis. Además, añade, la democracia debe ser moderada por el papel de los poderes intermedios. Algo que, según Touchard y Díez del Corral, convierte a Tocqueville en el “Montesquieu del siglo XIX”, al heredar uno de sus principales contrapesos al poder del gobierno.

Entre esos poderes, destaca el rol de las asociaciones privadas de todo tipo (dedicadas al ocio, al fomento de la industria, o al cultivo de artes y ciencias). Es una de las lecciones que importó de su viaje a los Estados Unidos. En el fondo, los poderes intermedios constituyen una nueva aristocracia, que ya no lo es de sangre (a diferencia de lo que todavía planteaba Montesquieu), sino de mérito y función, pero que sigue teniendo la vieja tarea -hoy frecuentemente olvidada- de proteger a los más débiles frente a los abusos del déspota de turno. Visto en términos actuales, sus cuerpos intermedios son el otro nombre de una sociedad civil fuerte.

Esos poderes intermedios son, también, uno de los pilares del último combate que Tocqueville desea plantear en las sociedades contemporáneas: la lucha contra el individualismo. En efecto, defender los derechos del individuo no es equivalente a asignarle tal sufijo y tener que asumir sus consecuencias. Tocqueville observa que el individualismo puede ser consustancial a modos degenerados de democracia y que ambos fenómenos pueden retroalimentarse. Por ello, junto al papel desempeñado por las asociaciones intermedias que, al menos, generan inquietudes colectivas, también defiende un papel activo de la religión.

Tocqueville abraza de este modo la idea de religión civil. Una religión útil en el terreno de lo inmanente. En realidad, no importa de qué religión se trate. Pero es adecuado para la convivencia que se tenga apego a alguna (ahí se aprecia la influencia estadounidense). Porque la religión permite ir más allá de ese individualismo anómico y egoísta, generando espacios de solidaridad. Además, nos invita a pensar en términos que superen los cálculos utilitaristas en el corto plazo, en la medida la religión que nos educa para diferir en el tiempo los beneficios y las sanciones derivados de nuestra conducta.

En definitiva, la obra de Tocqueville conjuga una filosofía de la historia progresista, pero anti-revolucionaria; la apuesta por una igualdad de condiciones no inducida por el Estado; su compatibilidad con la garantía de las libertades de los ciudadanos mediante el control de la tiranía de la mayoría y de la opinión pública; la potenciación de la sociedad civil como contrapeso al poder del Estado, incluyendo un papel activo de la religión en la promoción de la cohesión social; así como la ayuda pública a los necesitados que lo son a su pesar; para, finalmente, promover una defensa-no-individualista del individuo y sus derechos.

JOSEP BAQUÉS, profesor de Ciencia Política, Universidad de Barcelona

Bibliografía recomendada:

Fuentes directas:
Tocqueville, Alexis de (1835). Memoria de la pobreza. (Varias ediciones)
Tocqueville, Alexis de (1840). La democracia en América (2 Vols). (Varias ediciones)
Tocqueville, Alexis de (1856). El Antiguo Régimen y la Revolución. (Varias ediciones)

Fuentes indirectas:
Díez del Corral (1989). El pensamiento político de Tocqueville. Alianza Universidad: Madrid.

Ros, Juan Manuel (2001). Los dilemas de la democracia liberal. Sociedad civil y democracia en Tocqueville. Ed. Crítica: Barcelona.

Sauca Cano, José Mª (1995). La ciencia de la asociación de Tocqueville: presupuestos metodológicos para una teoría liberal de la vertebración social. Centro de Estudios Constitucionales: Madrid.

Siedentop, Larry (1995). Tocqueville. Oxford Univserity Press.

Wolin, Sheldon (2001). Tocqueville between two worlds: the making of a political and theoretical life. Princeton University Press.

Zetterbaum, Marvin (1967). Tocqueville and the problem of Democracy. Stanford University Press. 

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